Épisodes

  • Eduardo Galeano: El lenguaje
    Dec 15 2025
    Voz: Manuel López Castilleja Música: Bach_Invention 13 Youtube.com El Padre Primero de los guaraníes se irguió en la oscuridad, iluminado por los reflejos de su propio corazón, y creó las llamas y la tenue neblina. Creó el amor, y no tenía a quién dárselo. Creó el lenguaje, pero no había quién lo escuchara. Entonces encomendó a las divinidades que construyeran el mundo y que se hicieran cargo del fuego, la niebla, la lluvia y el viento. Y les entregó la música y las palabras del himno sagrado, para que dieran vida a las mujeres y a los hombres. Así el amor se hizo comunión, el lenguaje cobró vida y el Padre Primero redimió su soledad. Él acompaña a los hombres y las mujeres que caminan y cantan: Ya estamos pisando esta tierra, ya estamos pisando esta tierra reluciente.
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  • Jorge Luis Borges: La dicha
    Dec 10 2025
    Voz: Manuel López Castilleja Música: Puccini_O mio babbino caro Youtube.com El que abraza a una mujer es Adán. La mujer es Eva. Todo sucede por primera vez. He visto una cosa blanca en el cielo. Me dicen que es la luna, pero qué puedo hacer con una palabra y con una mitología. Los árboles me dan un poco de miedo. Son tan hermosos. Los tranquilos animales se acercan para que yo les diga su nombre. Los libros de la biblioteca no tienen letras. Cuando los abro surgen. Al hojear el atlas proyecto la forma de Sumatra. El que prende un fósforo en el oscuro está inventando el fuego. En el espejo hay otro que acecha. El que mira el mar ve a Inglaterra. El que profiere un verso de Liliencron ha entrado en la batalla. He soñado a Cartago y a las legiones que desolaron a Cartago. He soñado la espada y la balanza. Loado sea el amor en el que no hay poseedor ni poseída, pero los dos se entregan. Loada sea la pesadilla, que nos revela que podemos crear el infierno. El que desciende a un río desciende al Ganges. El que mira un reloj de arena ve la disolución de un imperio. El que juega con un puñal presagia la muerte de César. El que duerme es todos los hombres. En el desierto vi la joven Esfinge, que acaban de labrar. Nada hay tan antiguo bajo el sol. Todo sucede por primera vez, pero de un modo eterno. El que lee mis palabras está inventándolas. La cifra, 1981
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  • Rosario Pérez Cabaña: Nuestra casa
    Dec 4 2025
    Voz: Manuel López Castilleja Música: Chopin_Waltz L'Adieu Youtube.com Quédate aquí a vivir conmigo entre las tumbas. Plantaremos ortigas y amapolas y aprenderemos de los muertos el arte de la jardinería. Yo escribiré tu nombre junto al mío: ¡al fin mi gran poema! Y vendrán a visitarnos los amigos, y nos traerán siemprevivas de los Alpes y tú las regarás igual que haces conmigo. Nuestros hijos y los hijos que no tuvimos relatarán nuestra historia como juglares dotados de una deliciosa capacidad para la rapsodia. Y en noviembre, para evitar tumultos, nos iremos de viaje a las montañas. Y beberemos juntos mientras nos crecen las uñas, como siempre pudo haber sido y no fue. (Mi padre nació en Praga, 2014)
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  • Samanta Schwemblin: Perdiendo velocidad
    Dec 1 2025
    Voz: Manuel López Castilleja Música: Claude Debussy_Clair de Lune Youtube.com Tego se hizo unos huevos revueltos, pero cuando finalmente se sentó a la mesa y miró el plato, descubrió que era incapaz de comérselos. —¿Qué pasa? —le pregunté. Tardó en sacar la vista de los huevos. —Estoy preocupado —dijo—, creo que estoy perdiendo velocidad. Movió el brazo a un lado y al otro, de una forma lenta y exasperante, supongo que a propósito, y se quedó mirándome, como esperando mi veredicto. —No tengo la menor idea de qué estás hablando —dije—, todavía estoy demasiado dormido. —¿No viste lo que tardo en atender el teléfono? En atender la puerta, en tomar un vaso de agua, en cepillarme los dientes… Es un calvario. Hubo un tiempo en que Tego volaba a cuarenta kilómetros por hora. El circo era el cielo; yo arrastraba el cañón hasta el centro de la pista. Las luces ocultaban al público, pero escuchábamos el clamor. Las cortinas terciopeladas se abrían y Tego aparecía con su casco plateado. Levantaba los brazos para recibir los aplausos. Su traje rojo brillaba sobre la arena. Yo me encargaba de la pólvora mientras él trepaba y metía su cuerpo delgado en el cañón. Los tambores de la orquesta pedían silencio y todo quedaba en mis manos. Lo único que se escuchaba entonces eran los paquetes de pochoclo y alguna tos nerviosa. Sacaba de mis bolsillos los fósforos. Los llevaba en una caja de plata, que todavía conservo. Una caja pequeña pero tan brillante que podía verse desde el último escalón de las gradas. La abría, sacaba un fósforo y lo apoyaba en la lija de la base de la caja. En ese momento todas las miradas estaban en mí. Con un movimiento rápido surgía el fuego. Encendía la soga. El sonido de las chispas se expandía hacia todos lados. Yo daba algunos pasos actorales hacia atrás, dando a entender que algo terrible pasaría –el público atento a la mecha que se consumía–, y de pronto: Bum. Y Tego, una flecha roja y brillante, salía disparado a toda velocidad. Tego hizo a un lado los huevos y se levantó con esfuerzo de la silla. Estaba gordo, y estaba viejo. Respiraba con un ronquido pesado, porque la columna le apretaba no sé qué cosa de los pulmones, y se movía por la cocina usando las sillas y la mesada para ayudarse, parando a cada rato para pensar, o para descansar. A veces simplemente suspiraba y seguía. Caminó en silencio hasta el umbral de la cocina, y se detuvo. —Yo sí creo que estoy perdiendo velocidad —dijo. Miró los huevos. —Creo que me estoy por morir. Arrimé el plato a mi lado de la mesa, nomás para hacerlo rabiar. —Eso pasa cuando uno deja de hacer bien lo que uno mejor sabe hacer —dijo—. Eso estuve pensando, que uno se muere. Probé los huevos pero ya estaban fríos. Fue la última conversación que tuvimos, después de eso dio tres pasos torpes hacia el living, y cayó muerto en el piso. Una periodista de un diario local viene a entrevistarme unos días después. Le firmo una fotografía para la nota, en la que estamos con Tego junto al cañón, él con el casco y su traje rojo, yo de azul, con la caja de fósforos en la mano. La chica queda encantada. Quiere saber más sobre Tego, me pregunta si hay algo especial que yo quiera decir sobre su muerte, pero ya no tengo ganas de seguir hablando de eso, y no se me ocurre nada. Como no se va, le ofrezco algo de tomar. —¿Café? —pregunto. —¡Claro! —dice ella. Parece estar dispuesta a escucharme una eternidad. Pero raspo un fósforo contra mi caja de plata, para encender el fuego, varias veces, y nada sucede.
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  • Eduardo Galeano: El tiempo
    Nov 26 2025
    Voz: Manuel López Castilleja Música: Chopin_El Vals del Minuto Youtube.com El tiempo de los mayas nació y tuvo nombre cuando no existía el cielo ni había despertado todavía la tierra. Los días partieron del oriente y se echaron a caminar. El primer día sacó de sus entrañas al cielo y a la tierra. El segundo día hizo la escalera por donde baja la lluvia. Obras del tercero fueron los ciclos de la mar y de la tierra y la muchedumbre de las cosas. Por voluntad del cuarto día, la tierra y el cielo se inclinaron y pudieron encontrarse. El quinto día decidió que todos trabajaran. Del sexto salió la primera luz. En los lugares donde no había nada, el séptimo día puso tierra. El octavo clavó en la tierra sus manos y sus pies. El noveno día creó los mundos inferiores. El décimo día destinó los mundos inferiores a quienes tienen veneno en el alma. Dentro del sol, el undécimo día modeló la piedra y el árbol. Fue el duodécimo quien hizo el viento. Sopló viento y lo llamó espíritu, porque no había muerte dentro de él. El decimotercer día mojó la tierra y con barro amasó un cuerpo como el nuestro. Así se recuerda en Yucatán.
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  • José Ángel Buesa: Poema del fracaso
    Nov 21 2025
    Voz: Manuel López Castilleja Música: Chopin_Prelude in E minor Youtube.com Mi corazón, un día, tuvo un ansia suprema, que aún hoy lo embriaga cual lo embriagara ayer; quería aprisionar un alma en un poema, y que viviera siempre... pero no pudo ser. Mi corazón, un día, silenció su latido, y en plena lozanía se sintió envejecer; quiso amar un recuerdo más fuerte que el olvido y morir recordando... pero no pudo ser. Mi corazón, un día, soñó un sueño sonoro, en un fugaz anhelo de gloria y de poder; subió la escalinata de un palacio de oro y quiso abrir las puertas... Pero no pudo ser. Mi corazón, un día, se convirtió en hoguera, por vivir plenamente la fiebre del placer; ansiaba el goce nuevo de una emoción cualquiera, un goce para él solo... pero no pudo ser. Y hoy llegas tú a mi vida, con tu sonrisa clara, con tu sonrisa clara, que es un amanecer; y ante el sueño más dulce que nunca antes soñara, quiero vivir mi sueño... pero no puede ser. Y he de decirte adiós para siempre, querida, sabiendo que te alejas para nunca volver, quisiera retenerte para toda la vida... ¡Pero no puede ser! ¡Pero no puede ser!
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  • Rubén Darío: El velo de la reina Mab
    Nov 18 2025
    Voz: Manuel López Castilleja Música: Mozart_Piano Concerto 23_Adagio Youtube.com La reina Mab, en su carro hecho de una sola perla, tirado por cuatro coleópteros de petos dorados y alas de pedrería, caminando sobre un rayo de sol, se coló por la ventana de una boardilla donde estaban cuatro hombres flacos, barbudos e impertinentes, lamentándose como unos desdichados. Por aquel tiempo, las hadas habían repartido sus dones a los mortales. A unos habían dado las varitas misteriosas que llenan de oro las pesadas cajas del comercio; a otros unas espigas maravillosas que al desgranarlas colmaban las trojes de riquezas; a otros unos cristales que hacían ver en el riñón de la madre tierra oro y piedras preciosas; a quiénes, cabelleras espesas y músculos de Goliat, y mazas enormes para machacar el hierro encendido; y a quiénes, talones fuertes y piernas ágiles para montar en las rápidas caballerías que se beben el viento y que tienden las crines en la carrera. Los cuatro hombres se quejaban. Al uno le había tocado en suerte una cantera, al otro el iris, al otro el ritmo, al otro el cielo azul. La reina Mab oyó sus palabras. Decía el primero: —Y bien! ¡Heme aquí en la gran lucha de mis sueños de mármol! Yo he arrancado el bloque y tengo el cincel. Todos tenéis, unos el oro, otros la armonía, otros la luz; yo pienso en la blanca y divina Venus, que muestra su desnudez bajo el plafón color de cielo. Yo quiero dar a la masa la línea y la hermosura plástica; y que circule por las venas de la estatua una sangre incolora como la de los dioses. Yo tengo el espíritu de Grecia en el cerebro y amo los desnudos en que la ninfa huye y el fauno tiende los brazos. ¡Oh, Fidias! Tú eres para mí soberbio y augusto como un semidiós, en el recinto de la eterna belleza, rey ante un ejército de hermosuras que a tus ojos arrojan el magnífico quitón mostrando la esplendidez de la forma en sus cuerpos de rosa y de nieve. "Tú golpeas, hieres y domas el mármol, y suena el golpe armónico como un verso, y te adula la cigarra, amante del sol, oculta entre los pámpanos de la viña virgen. Para ti son los Apolos rubios y luminosos, las Minervas severas y soberanas. Tú, como un mago, conviertes la roca en simulacro y el colmillo del elefante en copa del festín. Y al ver tu grandeza siento el martirio de mi pequeñez. Porque pasaron los tiempos gloriosos. Porque tiemblo ante las miradas de hoy. Porque contemplo el ideal inmenso y las fuerzas exhaustas. Porque, a medida que cincelo el bloque, me ataraza el desaliento." Y decía el otro: —Lo que es hoy romperé mis pinceles. ¿Para qué quiero el iris y esta gran paleta del campo florido, si a la postre mi cuadro no será admitido en el salón? ¿Qué abordaré? He recorrido todas las escuelas, todas las inspiraciones artísticas. He pintado el torso de Diana y el rostro de la Madona. He pedido a las campiñas sus colores, sus matices; he adulado a la luz como a una amada, y la he abrazado como a una querida. He sido adorador del desnudo, con sus magnificencias, con los tonos de sus carnaciones y con sus fugaces medias tintas. He trazado en mis lienzos los nimbos de los santos y las alas de los querubines. ¡Ah, pero siempre el terrible desencanto! ¡El porvenir! ¡Vender una Cleopatra en dos pesetas para poder almorzar! "¡Y yo, que podría en el estremecimiento de mi inspiración trazar el gran cuadro que tengo aquí dentro!..." Y decía el otro: —Perdida mi alma en la gran ilusión de mis sinfonías, temo todas las decepciones. Yo escucho todas las armonías, desde la lira de Terpandro hasta las fantasías orquestales de Wagner. Mis ideales brillan en medio de mis audacias de inspirado. Yo tengo la percepción del filósofo que oye la música de los astros. Todos los ruidos pueden aprisionarse, todos los ecos son susceptibles de combinaciones. Todo cabe en la línea de mis escalas cromáticas. "La luz vibrante es himno, y la melodía de la selva halla un eco en mi corazón. Desde el ruido de la tempestad hasta el canto del pájaro, todo se confunde y enlaza en la infinita cadencia. Entre tanto, no diviso sino la muchedumbre que befa y la celda del manicomio." Y el último: —Todos bebemos el agua clara de la fuente de Jonia. Pero el ideal flota en el azul; y para que los espíritus gocen de su luz suprema, es preciso que asciendan. Yo tengo el verso que es de miel y el que es de oro, y el que es de hierro candente. Yo soy el ánfora del celeste perfume: tengo el amor. Paloma, estrella, nido, lirio, vosotros conocéis mi morada. Para los vuelos inconmensurables tengo alas de águila que parten a golpes mágicos el huracán. Y para hallar consonantes, los busco en dos bocas que se juntan; y estalla el beso, y escribo la estrofa, y entonces, si veis mi alma, conoceréis a mi musa. Amo las epopeyas, porque de ellas brota el soplo heroico que agita las banderas que ondean sobre las lanzas y los penachos que tiemblan sobre los cascos; los cantos ...
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  • Max Aub: El matrimonio
    Nov 11 2025
    Voz: Manuel López Castilleja Música: Albinoni_Adagio Youtube.com La sala era pequeña, pero muy amueblada: dos consolas, dos sillones, dos parejas dispares de sillas, dos vitrinas —la una alta, la otra baja, estrecha la primera, ancha la segunda—, dos cornucopias doradas y de edad dudosa, dos lámparas, la una colgando, la otra de pie. No había sofá, no cupo y descansaba frente a los pies de la cama, en el dormitorio. El pobre marido estaba hundido en un sillón. Su contrito cuñado estaba apoyado en el marco de la puerta que daba al recibidor. Su triste concuñada apenas se sostenía con las manos en la mesa. Todo estaba en penumbra. María se moría. María era la esposa, la prima de la cuñada; rondaba los sesenta años, tenía unas ojeras tremendas, unas ojeras que le comían toda la cara, que no dejaban nada para lo demás. De estatura regular, de corpulencia media, menos la cabellera larga y descolgada (el orgullo de la casa). Sobrevestía camisón, que debajo llevaba numerosas chambras y refajos superpuestos en vano intento de vencer el frío; no venía éste de las afueras, sino de la muerte evidentemente próxima. La casa olía a col frita: no era cosa de momento, la casa olía a col frita desde hacía más de cuarenta años; cuando el matrimonio empezó a vivir ahí. De pronto, en un arranque, la moribunda pudo con todos, nadie logró convencerla, ni sujetarla en la cama. Se levantó y se fue a la sala. Estaban todos muy conmovidos porque inmediatamente se dieron cuenta de que aquella mujer venía a despedirse —para siempre— de sus muebles, de todos los objetos que habían sido parte de su vida durante más de cuarenta años. El cuñado, largo bigote lacio, tiene los ojos enrojecidos y lacrimosos; desgracia no circunstancial pero, ahora, por vez primera —era una familia muy unida—, se daban cuenta de que en ese momento aquello estaba bien. Nadie se movía aparte de la futura muerta. Iba ahora de la vitrina pequeña a la vitrina grande, andaba con dificultad, pero sola. Había rechazado —todavía con fuerzas— cualquier ayuda. Andaba arrastrando las pantuflas que su esposo le regaló hacía diecisiete años, para la Navidad. Dicho sea en su favor, lo cierto era que las había gastado muy poco. Ponía las manos, las palmas de las manos, sobre los muebles, las dejaba allí, un momento, para luego arrastrarlas hasta el borde. Pasó frente a la ventana —que daba a un patio interior, pardo, oscuro— agarrándose al terciopelo verde pasado de los cortinones y llegó a la vitrina grande donde, tras unos cristalitos biselados, lucían unas porcelanas de leche brillante con filetes de oro; se quedó quieta mirándolas: eran de su abuela. Fue a la consola, pasando frente a su cuñado, al que miró y no vio, o no quiso ver, o no reconoció. En la consola —negra madera, blanco mármol—, además de dos floreros de cristal azul, estaba el retrato del hijo único y su mujer: un retrato ya viejo, hecho en Buenos Aires, donde estaban hacía muchos años, escribiendo poco y sin ganas. El pobre marido cambió de postura para seguirla con la mirada. Se daba cuenta de que de ahí a pocas horas, a lo sumo algunos días, se quedaría viudo. En su interior inexpresable siempre había sentido que acabaría viudo. La pobre señora seguía dando su última vuelta. Se paró frente a dos cuadros, dos cromos con marcos dorados: el uno representaba a Santa Ana, el otro una andaluza con peineta y mantilla blanca. Ambos tuvieron su pasadita de mano. Los tenía desde siempre. Era de lo único que había traído a aquella casa, no que fuese de condición inferior a su marido, pero, como era natural, él lo puso todo. Hacía más o menos cuarenta años que los veía como estaban colocados ahora: cada mañana, cada tarde, cada noche al ir de su cuarto al comedor o al revés, del comedor a su cuarto; que sentarse allí, en la sala, no lo hicieron mucho. Se quedó parada, vacilando. Su marido fue hacia ella, su cuñado dio un paso adelante. Pero la mujer rechazó la ayuda con indiscutible autoridad y siguió su ronda. Nadie se engañaba: se estaba muriendo. El esposo se quedó plantado cerca de ella, los pantalones caídos, por los tirantes desabrochados, sostenidos por la sola comba del vientre que tenía lo suyo, los pies en las pantuflas que su esposa le había regalado hacía dieciséis años, la cara abotagada, el bigote al garete, las manos encallecidas, las uñas negras de por sí. La enferma se había vuelto a detener frente a un espejo de marco negro desconchado. Un espejo con manchas, desteñido, medio muerto, donde las cosas se reflejaban distintas y con nubes. El pobre marido se creyó en la obligación de intervenir, mandar, recomendar —suave pero enérgico a la vez— que volviese a la cama. Su todavía esposa se le volvió cara a cara, lentamente, lo miró fijo durante un momento, que se hizo larguísimo al hombre, y luego —remontándose a una cima inesperada y feroz de desprecio— ...
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