
Diosas y rebeldes - Isadora Duncan: la mujer que bailó contra el mundo
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En Londres primero, y más tarde en París, Isadora Duncan se presentó sin más armas que su cuerpo descalzo y un vestido vaporoso que evocaba las túnicas de la Grecia antigua. No era un disfraz arqueológico, sino un manifiesto. Ella decía que el arte verdadero debía volver a los orígenes, a la pureza de las figuras que bailaban en los frisos del Partenón. En un tiempo en que la danza estaba gobernada por la rigidez del ballet clásico —pies en punta, corsés férreos, coreografías geométricas—, Isadora apareció como un relámpago. Descalza, ligera, casi desnuda, movía los brazos con ondulaciones que parecían ríos. Su danza no obedecía a la técnica, sino a la música interior. La muerte, como si hubiera esperado el momento más teatral, la encontró en Niza. Era septiembre de 1927. Isadora subió a un Bugatti descapotable, conducido por un joven mecánico italiano. Llevaba al cuello una bufanda de seda roja larguísima, regalo de una amiga. Cuando el coche arrancó, la bufanda se enredó en la rueda trasera. De un tirón brutal, Isadora fue estrangulada. Tenía 50 años. Murió en segundos, de la manera más literaria y absurda posible. Alguien escribió entonces: “Una bufanda mató a la mujer que hizo del aire su elemento”.
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