Hoy el ego y la comparación gobiernan la vida de varias generaciones,
así en la Tierra como en la Matrix.
Son las nuevas fuerzas invisibles: una religión sin dioses, pero con algoritmos.
El ego —esa cocaína digital que esnifamos con cada scroll—
nos hace adictos a la validación vacía,
a la necesidad de vernos bellos, felices y exitosos
en el espejo mentiroso de las redes sociales.
Y la comparación, esa sombra que siempre susurra "mirá lo que el otro tiene",
empuja a muchos a decisiones temerarias,
a correr carreras sin meta,
a intentar alcanzar estándares diseñados para no ser alcanzados.
Pero esto no empezó con Internet.
En los años 60 y 70,
sin Wi-Fi ni filtros de Instagram,
el argentino Palito Ortega ya nos vendía una fantasía igual de tóxica:
la familia ideal, el amor eterno, el padre ejemplar y la madre cantarina.
Su música, tan simplona como los hits de Elegante hoy,
fue una heroína emocional para toda una generación.
Endulzada, sí… pero letal.
Porque en esa postal perfecta,
muchos de nosotros nos sentimos fuera del cuadro,
impuros, equivocados, incompletos.
Y ahí también empezó la gran desconexión.
Hoy todo eso sigue vibrando, pero multiplicado.
Las redes sociales —que no son redes, ni son sociales—
tejieron un entramado invisible y pegajoso
donde se enreda lo real, lo imaginado y lo impostado.
Ahí vivimos muchos: bailando en un escenario de hipocresía,
pretendiendo que todo está bien,
mientras nos devora el hambre de ser otro.
Y así, lo intangible —la imagen, la apariencia, la promesa vacía—
sigue teniendo un efecto brutal sobre lo tangible:
el cuerpo, la salud mental, las decisiones, la vida.
Y sin darnos cuenta,
la felicidad se volvió un espectáculo privado
que nadie siente pero todos aplauden.
Me llamo Pablo Mera y algunos me dicen "trompo".Soy de Peñarol , rugbier, sangre A+ y tartamudo y nada de lo anterior va a cambiar.